Cuentos
Un crudo almuerzo: (Parte de El Yasuní en clave feminista)
Por cuarta vez en dos meses, Sofía volvía a sentir esa sensación en el pecho. Como si algo desde dentro le estuviese apretando el pulmón, notaba cómo se quedaba sin respiración. Su madre, con rostro de preocupación, trataba de acomodarla en la cama. Con la almohada, le ayudó a enderezarse.
-A ver si con esto se te pasa esta tos mijita, Dios quiera que no se te venga como la última vez – imploraba. La madre de Sofía era una mujer de fe. – Voy a prepararte algo en la cocina para que te alivie – le dijo mientras se marchaba.
En verdad la infección pulmonar de Sofía traía muy preocupada a su familia. Ellos siempre fueron pobres. Salieron de su pueblo natal de la costa hace bastantes años con la esperanza de obtener una vida mejor en el oriente, tal y como desde las instituciones del estado se les prometía en ese entonces. Para Manuel y Karina, los padres, los comienzos no fueron fáciles. Si bien la tierra abundaba, tuvieron deslomarse hasta acondicionar su finca para el cultivo, para descubrir más tarde que aquellos terrenos no eran tan fértiles como esperaban.
Era un día lunes, que como el resto de lunes, no parecía traer nada especial. En las últimas semanas, eso sí, había llovido menos de lo normal. El calor del día parecía prolongarse hasta altas horas de la madrugada, lo que aumentaba la sensación de congestión. Agobiada, Sofía volvía a toser. Desde pequeña, su vida estuvo marcada por aquel olor nauseabundo, especialmente intenso con el calor de la tarde. Siempre le gustó jugar con Daniel, su hermano, por los alrededores de la finca. Al principio no había tanto problema ya que las máquinas aún estaban un poco lejos, pero conforme pasó el tiempo, los pozos prácticamente rodearon el espacio de su comunidad. Comenzaron a escavar piscinas donde vertían aquella agua, negra, densa, maloliente. En cuestión de pocos años jugar fuera de la casa se convirtió en una actividad de riesgo.
La habitación estaba más desordenada que de costumbre. La compartía con su hermano Daniel, quien solía dejar todo botado. Desde la cama, fijó la mirada en aquellos cochecitos de plástico esparcidos por el suelo. No tenían demasiadas cosas con las que jugar, y esos coches le traían una gran cantidad de recuerdos.
La madera resonaba rítmicamente. Su madre entró al cuarto con una agüita de ruibarbo.
-Esto te ayudará con el dolor –le decía para consolarla-, ten paciencia hija, enseguida te sentirás mejor. -Mientras Karina observaba cómo su hija se calmaba con la infusión, su mente no la dejaba tranquila. En el subcentro de salud de la comunidad, el médico (pagado por la empresa petrolera) les había dicho que su hija precisaba realizarse más pruebas para saber lo que tenía. Una alergia seguramente, tampoco nada anormal, teniendo en cuenta además que los niños se meten por todas partes llevándose cualquier cosa a la boca…
Lo cierto es que Karina desconfiaba del servicio del subcentro. No era la primera vez que no les tomaban en serio. Además, el viaje a Lago suponía todo un problema para la familia. ¿Cómo iban a pagar el transporte y el hospedaje? Su marido no fue “agraciado” en el último reclutamiento de la compañía para trabajar en faenas de limpieza. Contaban tan sólo con unos pequeños ahorros y el maíz que cultivaban en la finca apenas daba para cubrir los gastos de comida. Sacudió su cabeza como intentando zafarse de aquellos pensamientos. La experiencia del sobrevivir en el día a día le había ensañado que de poco le servía torturase con este tipo de cuestiones cuando no podía hacer otra cosa. Alguna solución saldría, no era la primera vez que atravesaban por este tipo de dificultades.
Esperó a que su hija terminara la aromática. Acariciándole la cabeza, recogió la taza y volvió para la cocina. Vivían en una casa sencilla, no era muy grande pero tampoco les faltaba espacio. Los pollos correteaban en la parte de debajo, buscando las migajas que se colaban entre los tablones de madera. La verdad es que los pocos animales que criaban les habían sacado de un apuro en más de una ocasión. Karina, al ser la que se quedaba por la finca la mayor parte del día, era perfectamente consciente de esto y nunca descuidó su crianza. Tenía de hecho que estar bien atenta, el arroyo que rodeaba la parcela se contaminó muchísimo con los últimos derrames y ya se le habían enfermado un par de chanchos que bebieron agua del mismo hace un par de semanas.
Miró en las baldas pensando en qué iría a cocinar para el almuerzo. En realidad, el menú no variaba mucho de un día para otro. A veces se preguntaba cómo era posible que en plena Amazonía, con tanta vegetación, con tantos animales que se supone que había, estuvieran condenados a comer casi siempre lo mismo. Los más ancianos les solían contar que antes se podía comer mucho más de lo que se cultivaba, pero con la contaminación del agua y la tierra el sembrar se hizo mucho más difícil. Para ella de todas formas, siempre había sido así. Arroz, pollo, un poco de ensalada y cuando había suerte carne de res. Muchas veces se preguntaba cómo diablos se las arreglaban los indios que vivían antes por ahí. Los había visto en alguna revista, y siempre tuvo la impresión de que eran hombres y mujeres fuertes y sanos. Eso sí, un poco bajitos para su gusto, pensaba con una sonrisa.
Cogió los cacharros del fregadero y empezó a preparar la comida para el almuerzo. Manuel había ido a una reunión en la junta parroquial y llegaría dentro de poco. Comenzó a calentar las brasas. El sol ya pegaba fuerte, y ese olor impregnaba el aire de nuevo.
-Otra vez. -Suspiró. Aún se sorprendía de no caer ahogada entre el humo de la leña quemándose y el olor de afuera.
Al otro lado de la casa, Sofía seguía en la cama. Cuando le daban estos ataques pasaba horas sin pegar ojo y siempre le costaba mucho levantarse por la mañana. En realidad lo que más le apenaba era no poder ir al colegio. A diferencia de su hermano, a Sofía siempre le gustaron las clases, tenía mucha curiosidad por las cosas de las que hablaban los maestros. Este año además, sí les habían podido subvencionar parte de los libros de texto, y se pasaba horas mirando los mapas. Quizás le gustaban tanto por ser una de las pocas cosas que le sacaban del entorno inmediato en donde estaba, como si el dolor se retirase para dar entrada a un mundo que ella misma creaba. Imaginaba como sería la vida de aquellas personas que vivían en los volcanes, cómo sería atravesar el océano, y hasta cómo de alto saltarían los canguros en Australia. Todas aquellas imágenes le conseguían poner una sonrisa en la cara. El grito de su madre le sacó de sus fantasías.
¡Otra vez! -exclamó. El agua tenía de nuevo esa textura aceitosa. La propia agua que la compañía petrolera les proporcionaba, obligada tras la demanda puesta por la comunidad, se ponía de color verde graso al ser cocinada. -Si es que la cogen de aquí mismo, ¡ni se molestan en darnos un agua de verdad! –la oía gritar desde su habitación. Sofía conocía muy bien esta historia. Antes, la gente acostumbraba a cavar pozos, pero poco a poco estos se fueron contaminando. La comunidad culpó a la empresa, que al principio se desentendía por completo. Las protestas obligaron a la empresa a reaccionar, y el propio Estado prometió un proyecto para garantizar agua entubada a todas las casas; aunque como ya todos sabían, una cosa son las promesas y otra lo que realmente se acaba haciendo.
Aun así, la preocupación por el agua fue lo que levantó a la comunidad. Aún recuerda a su padre gritando en el paro. “Sin agua no hay nada, ¿cómo quieren que sobrevivamos aquí?” solía decir. Él y el resto de campesinos estaban desesperados, la contaminación se extendería del agua a los cultivos. ¡Pero si ni siquiera la empresa les compraba los alimentos que ellos producían! En los días en que tenía pesadillas, Sofía soñaba con que huía de un insecto muy grande que le quería chupar sangre. Un símbolo más que apropiado (aunque era todavía joven para darse cuenta) de lo que hace una economía de enclave.
Aquellos días de protesta tuvieron cierto efecto, parecía que era la única forma de conseguir algo. La reunión que tenía Manuel en la junta se relacionaba con esto precisamente. Tras las movilizaciones pasadas, el gobierno provincial había prometido canalizar a través del municipio fondos para la construcción de un sistema de agua entubada para la comunidad. Por su parte, la empresa petrolera, al ser de carácter estatal, también debía de contribuir en las obras. Los campesinos y habitantes de la zona habían pedido ser contratados como peones en la instalación de la infraestructura, un proyecto de tal envergadura prometía fuentes de trabajo seguras por una temporada y todos lo veían como una oportunidad. Una vez más sin embargo, reinaba la incertidumbre sobre quién sería contratado. Tal y como estaban acostumbrados los lugareños, para poder trabajar en las escasas plazas que la compañía petrolera demandaba (para faenas de limpieza de residuos tóxicos fundamentalmente) había que estar bien conectado. Nada parecía indicar que esta vez, trabajando para el municipio, las cosas serían diferentes.
Karina, desde la cocina escuchó cómo Manuel entraba en la casa malhumorado.
-Siempre nos andan hueveando estos pendejos -le espetó a su mujer. –Da igual quien sean los que venga aquí ofreciendo lo que sea, al final o tienes palanca o no hay cómo conseguir nada. –continuó. Tal y como se temía, las plazas habían sido ya asignadas antes de la reunión. Tan sólo les habían dicho que de faltar algún puesto más les tendrían en cuenta, pero que de momento no precisaban sus servicios.
La conversación continuaba en la cocina. Mientas éste despotricaba, Karina intentaba tranquilizar a su esposo. El arroz estaba ya casi listo y en seguida se sentarían a la mesa. Trataba de mantener la compostura frente a las quejas de su marido. En sus esquemas, una buena mujer escucha paciente y se ocupa de que todos en la familia se alimenten. Dejando a Manuel a cargo del fuego, se dirigió a la habitación de Sofía.
-Ya mismo vamos a comer. ¿Has visto a tu hermano? ¿Dónde se habrá metido?-le preguntó. -Ya debería haber vuelto de la escuela. -Últimamente Daniel siempre se retrasaba para llegar a casa. Decía que el maestro les soltaba más tarde de la hora, pero su hermana sospechaba que había algo detrás. Algunos amigos de su clase habían comenzado a escaparse del aula entre horas, para ir a jugar a los billares que no quedaban lejos. Su madre le había advertido desde hace tiempo que no quería verlo por esos sitios. Le hablaba de que allí sólo hay maleantes borrachos, que no era un lugar para niños. Pero Daniel sí se sentía atraído por el billar. Para él, los verdaderos hombres, los que ya han dejado de ser unos guambras, juegan al billar, toman cerveza y hablan de cosas de hombres. Eso es lo que los chicos más mayores hacían; a donde incluso su padre, sobre todo los fines de semana, acudía con sus compadres. -Además –se preguntaba -¿qué otra cosa había para hacer en ese lugar? –Aparte de los partidos de fútbol semanales no había muchas más alternativas en la comunidad. El bar era uno de los pocos sitios donde se podía conocer a gente, incluso a trabajadores de la petrolera que también lo frecuentaban. A veces, si uno tenía suerte, hasta podía conseguir algún trabajillo, algo para sacarse una platita.
Karina ayudó a su hija a levantarse. Sofía sudaba, el contacto con las almohadas junto con el calor y la humedad le habían dejado la espalda empapada. Su madre le secó con un trapo, hasta que no consiguieran agua segura no era una buena idea ducharse.
-Ojalá mañana traigan bidones nuevos –le comentaba -. Es mejor esperar, recuerda las ronchas que te salieron la última vez. -Sofía se sentía un poco mejor, a pesar de que aún sentía pinchazos en el pecho, el olor de la comida le había animado un poco.
Caminaron a la cocina. Entró y le dio un beso a su padre, sentado ya en la mesa. En ese momento, Daniel entró en la casa.
-¿Dónde te habías metido? ¿Ya sabes a la hora que se almuerza en esta familia no? –le gritó Manuel. Cabizbajo, Daniel se sentó sin decir nada. -Este chico no va a llegar a ningún sitio – continuaba reprochándole -¿Es que quieres acabar mendigando, como el resto de pendejos con los que te rodeas? -Las peleas entre padre e hijo eran bastante frecuentes. Manuel tenía la mano fácil y ya en más de una ocasión Daniel se había escapado corriendo para que no le azotara. El corazón de Karina se aceleraba siempre en estas ocasiones, acongojada por el temor de que golpeasen a su hijo. Ella tenía ya sus estrategias (aunque no siempre funcionaban) para bajar la tensión en este tipo de ocasiones. Le sirvió la comida al padre primero. La estratagema pareció funcionar, puesto que Manuel empezó a comer acto seguido. Karina le echó una mirada cómplice a Daniel, agradecido, pero con un claro toque de advertencia. Una simple demostración de que la dulzura no tiene por qué estar reñida con la severidad.
Sirvió al resto acto seguido. Los platos de plástico, donados por un proyecto de seguridad alimentaria de una ONG extranjera, no se parecían en nada a los tradicionales cuencos que antaño solían hacerse. Pocos artesanos quedaban ya, resultaba mucho más fácil comprar algo ya hecho. Si es que tenías el dinero por supuesto.
Un suave viento entraba hasta donde estaban comiendo. –Parece que va a caer la lluvia dentro de poco- señaló Karina. La brisa era agradable, aligeraba el humo de las brasas que aún permanecían encendidas. Manuel ojeaba el cielo con cierta preocupación. En la época de lluvias, siempre existía el riesgo de que las piscinas contaminadas se desbordasen y el petróleo se esparciera por los esteros. Ocurría frecuentemente, como si se tratase de un evento normal, al que la empresa no daba la debida importancia. Gajes del oficio, pequeños sucesos a los que hay que acostumbrarse.
Sofía ya casi se había terminados su plato. Estaba mucho mejor. Comenzó a contar a su familia sobre su conversación con una de sus mejores amigas de la clase. Por lo visto, la casa donde ella vivía había empezado a hundirse poco. Sus padres, que se mudaron a la comunidad hace poco, habían comprado la parcela en una zona antigua de piscinas, donde botaban las aguas negras.
-Simplemente habían puesto tierra encima y ahora el petróleo se filtra por todo lado –les explicaba. La familia de la chica no podía trasladarse a otro lugar, habían invertido una cantidad importante de su dinero en su nuevo hogar y ahora tendrían que litigar con la empresa para encontrar una solución. -Dios les ayude, con esos manes toca pelear centavo por centavo” –suspiraba la madre, llevando los ojos al cielo.
-Pues en un taller de la asociación nos explicaron muy bien qué es esa agua y de dónde viene – empezó a contar ésta, a la vez que servía los jugos. Karina se había metido en una organización de mujeres creada en la comunidad con la ayuda de una ONG. Ahí sentía que tenía un espacio de libertad para compartir con otras compañeras sus preocupaciones familiares, económicas… A menudo la actividad petrolera era el centro de las sesiones, pero también ponían en común las dificultades relacionadas con sus esposos, el futuro de sus hijos etc… Al principio, a Manuel no le gustó demasiado que Karina abandonase la casa para ir a ese tipo de encuentros, para cotillear tenía la telenovela le decía. Pero Karina se mantuvo firme, y al final no tuvo más remedio que aceptarlo.
-El agua de formación sale a la vez junto con el gas y el petróleo, y lo tienen que separar en las estaciones –continuaba Karina –. Les meten un montón de químicos pero esas aguas ya de por sí son realmente tóxicas. ¡Nos dijeron que además pueden llegar hasta la comida! ¿Cómo era el nombre?… ¡Ah sí!, bioacumulables les llaman” – Sofía miraba a su plato con una expresión de duda, ante la cual su madre se empezó a reír –. Tranquila mija, si ya tanto da, lo que no nos pueden quitar es la alegría del compartir, ¡disfruta sin miedo mi amor!
-Todavía me acuerdo de cómo vinieron aquí con esos gringitos –Manuel, animado proseguía con la conversación-. Para evitar que el agua se botara a los arroyos decían que iban a reinyectarla en los pozos, así todo quedaría de nuevo en su sitio. ¿Os acordáis de cómo salió la cosa? ¡Tecnología de punta le llamaban! El agua empezó a salir por otros pozos, por otras partes y no tenían ni idea de qué estaban haciendo” – comentaba mientras agitaba la cabeza.
¡Síiiii!!-gritó Daniel-, ¡era como si estuviesen jugando con un globo de agua pinchado! -Todos reían a carcajadas. El humor también hacía parte de esta familia. Gente de contrastes, capaces de cambiar de estado de ánimo en cuestión de poco tiempo, con simples detalles. Quizás por eso, con esa intensidad desde la que viven su día a día, siguen adelante.